Autor: Richard Lingua.
Particularmente, soy de los que consideran que Punta Ballena no forma parte de ese enorme conjunto de playas, edificaciones de diferentes épocas, (hoy la mayoría edificios que le dan al lugar un aire a Miami) y gastronomía de todo tipo que llaman genéricamente Punta del Este y que se extiende virtualmente hasta José Ignacio.
La Ballena es un universo en sí misma. No han proliferado las viviendas ultramodernas, todo es calmo contraponiendose a la agitación de las playas que avanzan sobre el Este. Todavía se huele a pinos y la gente que la elige camina hasta el supermercado, los restaurantes que son todos austeros y acogedores, y se camina también hasta las dos playas que le pertenecen por derecho propio: Potezuelo y Solanas.
Las aguas aquí son calmas, sin oleaje, con visitantes descontracturados. Es muy raro encontrarlas repletas de gente. Se pueden contar las disímiles sombrillas y caminar por la arena con toda la tranquilidad del mundo.
La Playa de Portezuelo es en particular mi favorita. Todo el conjunto: acantilados rocosos (coronados por esa obra de artesanía blanca e inclasificable que Paez Vilaró llamó en los ’60 y para siempre Casapueblo), el agua tranquila y turquesa y el sol que recorre todo su curva hasta ponerse en atardeceres gloriosos frente a la Punta misma, todo eso, digo, recuerda inmediatamente a Santorini.
Todos los placeres disfrutables, la náutica, la natación, la degustación de vinos uruguayos frente al mar, todo cede su cetro al sol poniéndose en el Atlántico.
Y gente de todos los lugares imaginables permanecen estáticos mirando la disolución de esa esfera naranja en el agua en toda la costa, pero sobre todo en el taller de Vilaró que se encuentra en la terraza de Casapueblo. Y todos, como si se tratara de un coro de palmas, aplauden el prodigio.